Entre 1944 y 1989 buena parte de la población húngara fue
víctima del terror impuesto por las dos mayores dictaduras europeas del siglo
20. La Casa del Terror (http://www.terrorhaza.hu)
es el museo que condensa y expone el rostro más perverso de ambos regímenes: un
sistema de control social, delaciones y torturas opuesto a todo lo que
entendemos por convivencia democrática y formas humanas de organización. Se
encuentra sobre la Avenida más elegante de Budapest y funciona en el mismo
edificio donde la policía nazi primero, y la estalinista luego registraban y
disponían de la vida de sus víctimas. Luego de postergar la visita en varias
ocasiones, terminé recorriéndolo en soledad. No me sorprende que muchos
húngaros prefieran no visitarlo. Para quien vivió el horror, la mera
persistencia de sus oscuros salones ya constituye un aporte suficiente para la
necesaria memoria colectiva.
La capacidad para recuperarnos de nuestras propias pesadillas
es uno de los tesoros más preciados de los hombres. Pero las miserias de la
degradación humana naturalmente no pueden encerrarse herméticamente en cuatro
paredes. Merodean entre los recuerdos y las sombras de lo cotidiano. La mirada
de una sola de sus víctimas nos alcanza para comprender lo que nunca debió ser.
Por mi parte, nunca me sentí tan cerca del dolor de la guerra como al
contemplar la oscura belleza de los cuadros de Imre Ámos.
Mucho más que las estadísticas, los relatos bélicos y los
documentales en blanco y negro, la obra de Ámos nos traslada al campo de batalla desde la piel de un hombre común,
inocente, indefenso, obligado a escalar el calvario del absurdo.
El 7 de diciembre de 1907 Imre Ungár (su nombre original)
nació en Nagykallo, epicentro húngaro del judaísmo jasídico.
Poco después murió su padre, y su crianza estuvo a cargo de su enfermiza madre
y su abuelo materno, respetado maestro de la comunidad judía del pueblo. Creció
en una atmósfera iluminada por el pasado de las glorias húngaras y la
inextinguible esperanza en la llegada del Mesías. Su pintura se dejó inspirar
más por la Biblia y la poesía que por las escuelas de arte de su época (que
desde luego no le fueron ajenas).
En 1931 conoció a su futura esposa Margit Anna, con quien compartiría
un candoroso amor y la pasión por el arte.
En 1934 adoptó oficialmente el nombre Ámos, en homenaje al profeta
bíblico. En los años siguientes pasó varios veranos en la pintoresca ciudad de
Szentendre, cuyas idílicas calles fueron
inmortalizadas en muchos de sus cuadros.
En 1940 fue reclutado por primera vez para cumplir trabajos forzados en el tendido de vías ferroviarias. Más tarde pasó catorce meses en el frente ruso donde cayó víctima del tifus epidémico y la neumonía. Cuando su condición es crítica regresa convaleciente al hogar por unos meses, y vuelve a ser convocado. Los rencuentros con Margit Anna le permiten recuperarse precariamente, pero también incrementan el pánico y la desazón ante cada regreso al infierno.
En 1940 fue reclutado por primera vez para cumplir trabajos forzados en el tendido de vías ferroviarias. Más tarde pasó catorce meses en el frente ruso donde cayó víctima del tifus epidémico y la neumonía. Cuando su condición es crítica regresa convaleciente al hogar por unos meses, y vuelve a ser convocado. Los rencuentros con Margit Anna le permiten recuperarse precariamente, pero también incrementan el pánico y la desazón ante cada regreso al infierno.
Jamás abandonó el dibujo: sobre papeles ajados, sobre
cartones húmedos, con lápiz, con carbón, con lo que encuentra. Con religioso
fervor dejó testimonio del sufrimiento de quienes lo rodeaban. Cada dibujo,
cada día, parece acercarse un poco más al último abismo. Visiones apocalípticas, rostros torturados, ángeles
sin esperanza y el último hálito de vida apenas filtrándose por entre las
pálidas naturalezas muertas.
En noviembre de 1944, sus compañeros de agonía lo vieron por
última vez en las inmediaciones del campo de concentración de Buchenwald.
Actualmente una buena muestra de su obra puede verse en el Museo Imre
Ámos–Margit Anna (Bogdányi utca 12, Szentendre).
En su pueblo natal, el único vestigio de vida judía que quedó
en pie es el cementerio. La sinagoga de Nagykallo nunca fue reconstruida.
gracias por su investigación
ResponderEliminarGracias a usted y a este país tan lleno de bellas historias para contar, incluso algunas tristes...
ResponderEliminarGracias por el relato. En Hungría en verdad hay muchas sinagogas sin reconstrucción, en la misma ciudad donde yo nacía, Berettyóújfalu, también hay una, lo utilizan como un almacén de tuberías y otras mercancías:
ResponderEliminarhttps://www.google.hu/search?q=beretty%C3%B3%C3%BAjfalu+zsinag%C3%B3ga&biw=1280&bih=925&source=lnms&tbm=isch&sa=X&ved=0CAgQ_AUoAmoVChMI1pTFgtmMyAIVjOwUCh3oqw4Q
Muy interesante!
ResponderEliminarTe paso mi blog, espero que te guste y lo sigas :D
http://danicampoy.blogspot.com.es/
Gracias Dani. Tu sí que dibujas. Saludos!
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