miércoles, 13 de febrero de 2013

El Parlamento: visita guiada al corazón de Hungría


"Honramos a la Santa Corona que encarna la continuidad constitucional de Hungría y la unidad de la nación” (del Preámbulo de la Constitución de Hungría)

En 1902, año de su inauguración, el Parlamento Húngaro era el más grande del mundo. A los amantes de las matemáticas les interesará saber que mide 268 metros de longitud por 118 de profundidad, posee 27 puertas exteriores y contiene más de 20 kilómetros de escaleras y 691 habitaciones. La cúpula tiene una altura de 96 metros, un homenaje al año 896, cuando los húngaros se asentaron en su actual territorio. Pero hay razones más serias para visitarlo.
Su emplazamiento magnífico, en Pest y sobre el Danubio, justo enfrente de la colina de Buda donde se encuentra el Palacio Real, fue elegido como contrapeso arquitectónico y simbólico, para poner de manifiesto que la nación se encaminaba hacia un nuevo destino democrático, en sintonía con las ideas expresadas en los movimientos de 1848. 

Su estilo ecléctico –pero con predominio del gótico- le da un cierto carácter atemporal y lo aproxima al Palacio de Westminster (cuna del parlamentarismo). Con la excepción de ocho columnas traídas desde Suecia, para su construcción sólo se utilizaron materiales originarios de Hungría. Además, no se trata de un museo, sino del edificio donde sesionan los legisladores y donde tienen sus despachos oficiales el Primer Ministro y el Presidente de la Nación.  


Al ascender por los (¡96!) escalones de la escalera interior principal intuí que estaba ingresando en el corazón del alma de Hungría. Desde el cielo raso, los frescos de Károly Lotz nos sumergen en su historia. Al pasar bajo la cúpula, las imágenes de nombres de la talla de Arpad, San Esteban, María Teresa, Leopoldo II y otros doce grandes personajes que alguna vez la gobernaron, nos confirman la dimensión de esa gesta. A pocos metros, una sala decorada con esculturas de comerciantes, agricultores y gente del pueblo deja en claro que los políticos, los santos y los uniformados no son los únicos artífices de la nación.

En la sala de sesiones, los escudos de armas de las antiguas posesiones parecen recordarles a los legisladores los riesgos de la guerra y las consecuencias del Tratado del Trianon (por el que Hungría fue obligada a renunciar a dos terceras partes de su territorio).
Pero, en medio de este Palacio que une el pasado con el presente y el futuro del país, nada nos deslumbra tanto como la Santa Corona, expuesta en la sala de la cúpula y envuelta en sugestivos misterios (¿Cuándo fue creada? ¿A qué se debe la inclinación de la cruz que está sobre ella?). En los años de la monarquía se le adjudicaba una eficacia absoluta: no era posible ser Rey de Hungría sin haber sido coronado con ella. La Constitución republicana vigente le reconoce en su Preámbulo un rol de privilegio en la construcción de la nación. Desde su elegante brillo la corona ilumina todos los rincones de la historia de Hungría. Al verla, no puedo evitar un sentimiento de tranquilidad y satisfacción por encima de toda lógica. Estoy convencido: mientras la Santa Corona esté allí, a buen resguardo y honrada por su pueblo, Hungría seguirá existiendo.



 

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